El atardecer se hacía presente, sonrojado por lo que ocurría
en el despacho. Los cuerpos de los dos se movían con una sensual sincronía, la
respiración de ella seguía el ritmo de sus pechos que estiraba con fiereza.
Ella mantenía sus ojos cerrados, disfrutaba del sueño que
vivía en esa oficina, con la espalda bañada de sol, desnuda, frotando su piel
contra el estudiante que ella, años atrás, se enamoró.
No era primera vez que ambos se enloquecieran con el otro,
no era la primera vez que ella sudaba sobre el cuerpo de Félix. Victoria,
además, no era la primera vez que sucumbía ante el canto —y encanto— del
muchacho cinco años menor que ella.
En aquella ocasión, Félix aun no sabía nada de la academia
Eufema y estudiaba en un colegio común. Victoria fue amiga suya desde muy
pequeños, ella le enseñaba todo, desde hablar hasta sumar y restar, desde leer
hasta cantar… entre otras cosas. Los años pasaban y la adolescencia de ambos
prendió fuego en sus almas… se enseñaron a tocarse, a disfrutarse… pero ella le
enseñaría una última lección antes de no verlo más.
—En marzo ingreso a trabajar.
—¿Vendrás a mi colegio? Serías una profesora increíble.
—Lo lamento… es que…
—¿Es que qué? —una lágrima corría en la mejilla de la recién
graduada profesora.
—Me llamaron de una escuela algo peculiar —su sonrisa no
podía ocultar la pena de lo que seguiría—. El único requisito es quedarme a
vivir en ese internado.
Los ojos de Félix se abrieron de par en par.
—¿No volverás?
—No…
—¡¿Por cuánto tiempo?!
Las palabras del muchacho estaban llenas de irracional ira,
y un dejo de decepción.
—No lo sé… unos años quizás… entiéndeme, es una oportunidad
única.
—No, no lo entiendo. ¿Prefieres ese empleo que estar acá,
conmigo?
Victoria miró al muchacho, y sin decir una palabra se acercó
a él, besando su frente. Dio media vuelta, pero una mano aferró su hombro,
deteniendo su marcha.
—No te apartarás de mi tan fácil.
Al volver a mirarlo, Félix besó a Victoria, un beso forzado,
torpe, pero lindo. Un beso que dio para más, un beso que llevó a más.
Acabaron, tal como acabaron esa primera vez. La risa de
niños luego de hacer una travesura juntos se hacía escuchar. Ella desnuda
sentada sobre sus muslos, mirándolo, abrazándolo por el cuello, con una sonrisa
enorme, «Erato es cruel», se escuchó en la puerta del despacho.
Ambos contemplaron a Camile que permanecía algo abochornada,
pero indiferente.