—¡Gracias, Al! Eres el mejor.
—Lo sé, lo sé. La prueba estará cabrona, así que pensé que
podríamos estudiar juntos ¿Qué dices?
—Quedé con Cintia para estudiar en su casa, creo que su mamá
tiene un viaje o algo así.
—Ah… qué bien —la voz de Albert se escuchó extraña, un poco
triste, pero rápidamente, y con una sonrisa ciertamente forzada, dijo—. Pues
bueno, no te olvides del partido de mañana.
—De eso seguro, ya deseo patearles el trasero a esos del A.
—Hola chico, ¿Qué hacen? —Cintia se acercaba, cargaba con
ella unos cuadernos y en su cabello llevaba puesto una cinta calipso.
—Nada, me conseguía los apuntes de mate ¿Y tú? ¿Cómo has
estado?
—Bien, creo. Mi madre tomó su vuelo hace unos minutos, una «reunión
de negocios» con su jefe.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, sin querer, Albert.
—Aumento de sueldo, mejores puestos laborales… creo que mi
mamá se acuesta con su jefe —el dejo de pena era evidente.
—Tranquila, quizás de verdad le pone empeño, ¿No lo crees,
Al?
—Sí, dudo que ella manche el recuerdo de tu papá, que en paz
descanse.
—Ya, chicos, no importa. Y si así fuese, es cosa de ella…
bien, Rorro, te espero en mi casa, trata de ser puntual.
—No te preocupes, Cintia, llevaré unos chocolates para
compensar el azúcar.
Guiñando sus ojos esmeraldas, dio media vuelta, la faldita
del colegio giró con gracia. Su cabello castaño y largo hacía evidente su orden
increíble, lo aplicada en el colegio se reflejaba en todo su ser.
—Al, no se lo he dicho a nadie —decía Rodrigo mientras
seguía con la mirada el contoneo de la falda escocesa—, pero me gusta Cintia, y
me gusta mucho.
—Ten cuidado, amigo. A veces el amor puede tener forma de
triángulo —dijo susurrando Albert.
—¿Cómo? Disculpa, estaba distraído.
—Que recuerdes estudiar los triángulos, entran en la prueba
de geometría.